Nueve políticos en prisión. Otros siete fugados de la justicia española en un ‘autoexilio’ capitaneado por el 130º presidente de la Generalitat. Imágenes de brutalidad policial contra votantes impregnadas en la retina del mundo. Un autogobierno aún convaleciente de las heridas más profundas en las últimas cuatro décadas, sometido primero a las directrices de Madrid y luego a las de Waterloo. Un Parlament violentado, disuelto y bloqueado sine die. 25 imputados en una causa judicial amenazada de aluminosis desde el extranjero. Un Govern alumbrado con fórceps, desafiante en las palabras pero autonomista en los hechos. Y seguramente lo más inquietante: un ambiente de fractura social soflamada en la calle con peligrosos chispazos por uno y otro extremo.
Hay muchas más, pero estas son algunas de las consecuencias que dejó el huracán político que azotó en el otoño del 2017 a una Catalunya recién desgarrada por el terrorismo yihadista. Perdido hoy en un encanallado laberinto, el independentismo se dispone a soplar en los próximos meses muchas velas, aunque unas con más entusiasmo que otras. La más dulce, la de su victoria moral del 1-O frente al ingente despliegue de fuerza del Estado. Las más amargas, la del naufragio exprés de la DUI y el posterior encarcelamiento de sus líderes. “Nada volverá a ser igual”, advertían seis lectores de EL PERIÓDICO que pocos días antes del referéndum unilateral reflexionaron sobre el impacto social de tanta agitación política. Acertaron de lleno.
A la pregunta de cuándo empezó todo, los independentistas señalan en el calendario el 20 de septiembre. El día que al alba la Guardia Civil registra 50 sedes de la Generalitat y detiene a 14 altos cargos. El día que miles de personas se concentran ante la Conselleria d'Economia. El día que el Ministerio del Interior envía tres barcos a Catalunya para los 4.000 agentes de refuerzo. El día que Piolín atraca en Barcelona. Una jornada que semanas después se cobraría los primeros encarcelados por rebelión, Jordi Sànchez y Jordi Cuixart, como azuzadores de la protesta y pese a sus llamamientos a la no violencia.
Ciertamente, el clima insurreccional de aquel miércoles no hacía presagiar nada bueno cara al órdago previsto para 11 días después. Pero el vértigo ya se había instalado en Catalunya desde hacía dos semanas. Fue el 6 de septiembre cuando el secesionismo había abierto la caja de los truenos cruzando la línea roja de la desobediencia, pero también provocando una irremisible fractura entre un lado y otro del Parlament que representa a todos los ciudadanos.
La circense sucesión hasta altas horas de la madrugada de tretas filibusteras, rodillos, choques, interrupciones, gritos, improperios y trajes legales a medida en el hemiciclo para aprobar las leyes de ruptura es considerada por el constitucionalismo y por los ‘comuns’ como el auténtico punto de inflexión, como el día que los independentistas perdieron toda razón. Hasta los letrados de la Cámara se plantaron, no sin advertir en vano por activa y por pasiva de que todo aquello traería las consecuencias legales que trajo.
"He llegado a la conclusión de que lo hicieron los que no querían que hubiera una vía de mínimo diálogo, que querían quemar las naves para que después del 1-O no se pudiera hacer otra cosa que declarar la república", sostuvo en este diario el exdiputado de ICV Joan Coscubiela, presente en aquel crispado pleno que duró dos días. Buscado o no, lo cierto es que el esperpento no hizo más que cortocircuitar los ya por entonces muy maltrechos canales de diálogo, de manera que la policía y los jueces fueran adueñándose del electrizante tablero de juego en los días previos al referéndum unilateral.
Primeras querellas contra el Govern, registros, papeletas confiscadas, alcaldes investigados y la suspensión de facto de la autonomía financiera de la Generalitat se suceden antes del mazazo judicial del 20 de septiembre. Después, el Ministerio del Interior asume la coordinación de las Fuerzas de Seguridad en Catalunya, pero a la hora de la verdad esta brillaría por su ausencia. Con la temperatura caldeada por los escraches independentistas a policías y guardias civiles y el triunfo simbólico de la Generalitat a la hora de ‘colarle’ las urnas al Estado, la controvertida orden de no precintar los colegios hasta dos horas antes de la votación, cuando la gente ya se arracimaba en ellos, abonó el terreno para el estallido.
El dispositivo de los Mossos no estaba preparado para impedir el referéndum. Con los colegios llenos de gente era imposible actuar porque era necesario abrirse paso entre 300 personas. Acabó pasando de todo: hubo agentes que intentaron pasar entre la multitud para cumplir el mandato judicial de retirar las urnas. Pero hubo otros que ni siquiera lo intentaron”, relataba en marzo pasado a este diario Toni Castejón, secretario general del sindicato mayoritario de la policía catalana. La contemporización de los Mossos, o para muchos directamente inacción, se ha saldado con el procesamiento de su entonces jefe, Josep Lluís Trapero, por sedición, y una catarata de investigaciones judiciales.
La represión de la Policía y la Guardia Civil, que sí optaron por abrirse paso a golpes de porra, se cobró un ínfimo precio político: una discreta disculpa por parte del delegado del Gobierno en Catalunya a la sazón, Enric Millo. Parte de esa brutalidad, que según la Generalitat causó un millar de heridos, sigue siendo objeto de pesquisas judiciales. Algunos mandos intermedios pidieron perdón e hicieron contrición pública: "Una intervención mal dirigida políticamente y catastróficamente planteada comportó escenas como esas [...] Se mandó al matadero a funcionarios que llevaban años luchando por la seguridad de la sociedad catalana".
Una violencia en balde, pues el Govern había admitido el fracaso del referéndum antes de empezar al decretar que se podía votar en cualquier colegio y sin necesidad de meter la papeleta en un sobre. Porrazos en vano porque no impidieron el voto desafiante pero pacífico de 2,2 millones de catalanes. Una tensión desatada que tampoco aplacó las pulsiones rupturistas de Puigdemont y su Gabinete, que remacharon la histórica jornada poniendo rumbo hacia la declaración unilateral de independencia.
Sin embargo, superada la simbólica fecha del 1-O, solo había un folio en blanco. El referéndum era la última página escrita del guión de un ‘procés’ que quedó el resto de octubre al albur de las presiones políticas y económicas, de la temperatura de la calle y de los intereses más personales de sus protagonistas. Mientras Puigdemont implora una mediación internacional que jamás llegaría, Mariano Rajoy pule con PSOE y Ciudadanos la ejecución del artículo más explosivo de la Constitución. La DUI y el 155 se convierten en los ases de una especie de juego del gallina, soportado en la creencia mutua de que la otra parte se rendiría antes de lanzarse por el precipicio. Pero no hubo frenos. Ni el insólito discurso del Rey avalando el 155, ni la fuga por goteo de empresas de Catalunya (unas 3.000 en todo el otoño).
La presión se multiplica con la ‘DUI interruptus’ de Puigdemont, el 10 de octubre. La certeza de que faltan pocos metros para el abismo alienta transversales intentos de mediación, como los del socialista Miquel Iceta, el lendakari, empresarios catalanes y vascos y hasta el arzobispo de Barcelona. El ala dura que acaba de tomar el PDECat y la misma ERC que hoy se ancla al pragmatismo azuzaban por aquel entonces al ‘president’ para que descongelase el botón nuclear, máxime tras ver cómo Sànchez y Cuixart eran encarcelados. Pero cuando la Moncloa enseña las garras del 155 que se avecina, los sectores moderados del soberanismo tratan de forzar unas elecciones a modo de extintor.
Los últimos días de octubre son un Dragon Khan. En una sucesión de maratonianas reuniones, Puigdemont decide primero tomar la carta de los comicios para esfumar el 155, pero al final cede a las presiones y amenazas cruzadas y a la desconfianza sobre las intenciones reales de Rajoy. El 27 de octubre, un Parlament de nuevo partido en dos proclamó una república que duró seis horas menos que la de 1934. Se consumió en el tiempo que tardó el Senado en refrendar el 155 y la Moncloa en ponerlo en marcha.
El fin de semana que siguió a aquel viernes acabó siendo un sálvese quien pueda. Una tibia llamada pública a la resistencia pacífica por parte de Puigdemont y una consigna a sus ya ‘exconsellers’ para que el lunes se presenten en los despachos que el ya ‘expresident’ es el primero en incumplir. Cuatro miembros del depuesto Gabinete le acompañan en su huida, mientras el resto se prepara para ir a la cárcel por un delito, la rebelión, que requiere de una violencia que cuesta argumentar en este caso.
Los ‘presos políticos’ y el ‘exilio’ acaparan el vocabulario independentista y el lazo amarillo sustituye a la ‘estelada’ como símbolo prevalente, en un intento de hacer más transversal y unitaria la reivindicación cara a las elecciones convocadas por Rajoy. Pero los secesionistas se presentan desunidos y renegando de la unilateralidad. Los comicios no harán otra cosa que certificar el empate infinito. El constitucionalismo fracasa en su intento de desalojar a un independentismo que domina el Parlament pero sigue sin alcanzar el 50% de los votos. La división continúa. La noche electoral llega el invierno a Catalunya.